Bailando al son de Bergman
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Sinopsis | Después de 30 años de estar divorciados, Marianne decide visitar a su ex marido en su casa de verano. Pero su llegada se produce en medio de un drama familiar entre los hijos de Johan y sus nietos.
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Crítica | Puntuación del crítico: 10 | Para los escépticos que creíamos que el cine estaba perdiendo todo grado de humanidad y se estaba hundiendo en la más absoluta vulgaridad, aún nos queda Ingmar Bergman. Aún nos queda su obra de confesiones, de fugaz luz entre tanta oscuridad, de música celestial, que requiere una reflexión (obligada) previa a su visionado.
Nuestro placer, de todos modos, será breve. Bergman, según sus propias palabras, firma aquí su testamento cinematográfico. El testamento de un genio. El genio. Como si de una preparación a sus films se tratase, los acólitos que encontramos en su cine algo más que sentido y sensibilidad no podemos parar de lanzar plegarias para que esto no suceda. Es lo único que nos queda para satisfacer nuestras inquietudes espirituales. Pero, a sus 87 años, por mucho que se pudiera alargar su legado, debemos arrodillarnos frente a la realidad.
Muchos no queremos ser partícipes de la firma del testamento de Bergman, pero es cierto que cada vez se va agotando más, tras desaparecer del celuloide con “Fanny y Alexander” en 1982. De hecho, “Saraband” en su comienzo fue únicamente una propuesta televisiva en Suecia. Pero, por su propia iniciativa, se ha ido estrenando poco a poco en todo el mundo.
Con casi la totalidad de su vida dedicada al cine, Bergman sigue siendo el Bergman de siempre. Y es un placer poder confirmarlo. Pero “Saraband” no se queda ahí. Va más allá, si eso es posible. Aquí se encuentra todo el espíritu del maestro, culminando su cenit, alcanzando un grado de madurez inenarrable. Es todo un ejemplo de cómo terminar una carrera, cómo alcanzar lo más alto sin cambiar ni forzar ni un ápice de su personalidad. Lo que en otros directores moribundos es decadencia, en Bergman es madurez. Y no podrán observar su obra más que con envidia y pulcritud. Es lo que diferencia al arte de lo puramente estético.
“Saraband”, cuya producción remonta al 2003, pero su estreno no nos llega hasta ahora a nuestro país, es, ante todo, cine de confesiones. Aquí, el poderío visual de films de la talla de “Fresas Salvajes” pasa a transformarse en potencial de diálogos y personas. Bergman sumerge su analítica cámara hasta lo más recóndito de nosotros, hasta llegar a una cercanía que va más allá de lo imposible en lo puramente material. La cámara se acerca a nuestros rostros, para descifrarlos, para escudriñarlos y seguir adentrándose hasta traspasar la mirada. Su análisis emocional, sereno y pausado, es tan humano que, en ocasiones, sobrepasa lo insoportable. Su densidad, su sencillez al mismo tiempo, no da lugar a la respiración. En muchos momentos nos hacemos tan partícipes del tormento de sus personajes que no podemos mantener el tipo. Tanta humanidad descoloca al más pintado. Es demasiado.
Por ello, “Saraband” no es una película que nos tire del sofá a patadas. No es un film con el que apasionarnos. “Saraband”, como toda la filmografía del director, genera un sentimiento de impotencia tan extraño que provoca que, por momentos, nuestra mirada huya de la pantalla buscando refugio. Es más violenta, en ese sentido, que cualquier film que pretenda serlo mediante otros métodos.
El teólogo nacido en Upsala, se mete de lleno (sin retorno posible) en las turbulencias de una familia que es génesis de cualquier sentimiento arrancado de nuestra naturaleza más repleta de humanidad. Desde el odio más cruel y desquiciado (que parece no tener sentido por momentos) hasta el amor más desenfrenado, pasando por el tormento, la angustia y el sacrificio. Un sacrificio que detalla los inexplicables lazos familiares que unen y generan todo tipo de reacciones, pero que nos regala el placer de saber que somos una misma persona, una misma sangre... un mismo dolor.
Siempre nos queda el desconsuelo de conocer nuestro pasado, conocer nuestras raíces, y sentir que somos, inexorablemente, parte de ellas. Nuestra vida buscará nuevos caminos, alejados o no de nuestra familia, pero esa unión invisible que nos agarra y no nos deja escapar es inevitable.
Bergman, en “Saraband” recupera los personajes de “Secretos de un Matrimonio”, pero en un entorno diferente. Mientras que la segunda se centraba en un tema en particular, en su última película, Bergman, nos habla de todo y de nada en concreto. Retrata las obsesiones de toda su vida cinematográfica, como los devaneos sobre la muerte, las tensas relaciones familiares, que despiertan el más profundo e irracional odio y el más sincero amor (lógicas actuaciones, a pesar de que aparentemente sean paradójicas), las convicciones, la profunda creencia y la musicalidad elitista rodeada de la persona de Freud o Strindberg. Y aquí lo tenemos todo. Y asusta mucho al seguidor del cine de Bergman, ya que tiene cierto aire de testimonio vital e intimista que hace plantearse muchas (y obvias) cosas.
Como si de una obra de teatro o de una pieza de cámara se tratase, Bergman construye, pues, una historia que se estructura en 10 fragmentos, además de un prólogo y un epílogo. Esa historia sigue el ritmo de una música que esconde los pecados en lo más íntimo de nosotros y logra corrompernos hasta el egoísmo y la intolerancia, sin atender a confesiones y emanando de heridas no curadas del pasado. La excelsa música de Bach y Brahms, en determinados momentos e intencionadamente, llega a retumbar en nuestros cuerpos hasta el dolor. No es más que una metáfora urdida por el genio para reforzar el sentido que pretende adquirir la narración. Por ello, sin ir más lejos, el título (saraband) está relacionado con tiempos de las suites de Bach, compuestos para cello y que suelen realizarse en pareja. Como las intensas conversaciones de los protagonistas, que las entablan de dos en dos adquiriendo una musicalidad que establece el símil entre la metáfora musical y la situación emocional.
Como metafórico punto de unión y destrozo familiar (y musical, dicho sea para seguir con la estructura de la obra), tenemos a Anna, la madre, la esposa, la hija. Ella (dicha actriz se trata, ni más ni menos, de una esposa del propio Bergman que falleció de un cáncer) es el punto de coherencia familiar, que si se viene abajo y desaparece, provocará la pérdida de la estabilidad en dicho núcleo. Se produce la amputación de un miembro de la familia, y las consecuencias salpican hasta a la propia Marianne, como llegamos a ver en el epílogo. Por cierto, un final bellísimo y que emana poesía hasta extremos inalcanzables.
Así, tenemos un abanico de esperanzas que van desde la religiosidad de la música y de algunas de sus imágenes (a pesar de centrarse en su mayoría en los diálogos y las personas, hay alguna escena que desprende una belleza casi utópica y celestial) hasta el acertado tratamiento de la senectud o el sórdido tormento que acompaña a los personajes y va más lejos que el sufrimiento personal, hasta llegar a un tormento espiritual y, en esencia, metafísico. Como ellos, sentiremos angustia, pero gracias al sacrificio alcanzaremos la belleza de la compañía, el roce de una piel que evita que el dolor sea algo insoportable, y lo conviertirá en un cruda, pero placentera obtención de emociones. Pues es así como somos los seres humanos. ¿Paradójicos? ¿Incomprensibles? Yo diría que demasiado primarios y sencillos. Como esos familiares que, tras la pérdida, salpican el entorno con odio, clamando sed de venganza y haciendo gala de una intolerancia y egoísmo inexplicables. Pero, al mismo tiempo, amando. Por ello, no creo que, como algunos citan, Bergman se presente algo más negativo que lo habitual. Es él mismo. Es su madurez. Con esa coherencia abrumadora y repleta de sinceridad dentro de la totalidad de su obra, y, con ella, de su mano, como no podía ser de otra manera, se despide también.
Es Bergman. Somos nosotros mismos. Con nuestras inquietudes y nuestros devaneos vitales.
Y lo que sorprende cada día más dentro de su forma de hacer cine (arte): posee un dominio para llevar la catarsis de los momentos de las charlas fuera de toda duda, sin dar una opinión o hacer juicio sobre ello, simplemente mostrando e introduciéndose, como hacen los grandes artesanos con inquietudes existenciales (véase Kieslowski).
Y nos muestra el dolor que existe allí dentro, la tormenta de emociones, el torrente de sensaciones inexplicables, la confusión y el deseo, el inherente poder del orgullo...
... y la belleza, aunque se nos escape y se esconda en los espacios más recónditos de nuestro ser. Hay que saber buscarla, ya que a veces parece no querer ser encontrada.
Así se despide Ingmar Bergman. Como siempre. En lo más alto y muy por encima de sus contrincantes cinematográficos. Se despide con una sublime mezcla entre la potencia del teatro y el cine, centrándose en los diálogos y en los actores (soberano el trabajo de Liv Ullmann y Erland Josephson) para afrontar todo el peso del trabajo.
Si “Saraband” no es una Obra Maestra (añadiendo lo que representa y es al mismo tiempo) o no mereciera el más absoluto 10, no se me ocurre qué otra película podría merecerlo. Sinceramente.
Sus primerísimos planos, sus antológicas confesiones... la película es de desarrollo sencillo, pero es tan compleja y profunda, contiene tanto sentido vital en su interior, que, por momentos escapará a la comprensión de muchos. Requiere un esfuerzo extra y una preparación y conocimiento previos del cineasta. A lo mejor, por ello, el espectador que no está preparado sentirá cómo le pesan los diálogos, se notará incómodo, aturdido y angustiado ante su densidad. Pero esos son los efectos secundarios de conocer a Bergman. Aunque para ellos ya sea demasiado tarde. O no.
Así son las cosas. “Saraband”: el testamento de Bergman, no para de escucharse o leerse entre los cinéfilos que han perseguido durante su trayectoria la figura del genio. Pero un testamento tiene páginas. Y esas páginas se pueden leer una y otra vez a lo largo de la vida. Y con ellas aprender y, cada vez, descubrir cosas nuevas.
Por mucho que Bergman desaparezca, como reflexionaba al comienzo de la crítica, su huella nunca lo hará. Ahí está su obra imperecedera para almas en busca de rumbo. Un rumbo que, pese a todo, desconocen.
Perdimos a Kieslowski, perdimos a Dreyer... y el cine perdió uno de sus ojos. Ahora... está a punto de perder el otro con la desaparición de Bergman.
A pesar del mayor de los pesares, esas páginas son imborrables. Son páginas de un genio. Y eso nunca se olvida.
Por siempre, Ingmar Bergman.
P.D. Me sorprende que nadie se haya ocupado de enviar ésta película. Y me consterna. Por ello me he decidido a publicar mi crítica.
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Opium Poet | |
Ficha de Película enviada por Zerkalo el 11 de Enero de 2006 |
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